Oscuridad
Oscuridad
¿Desde hace cuánto tiempo le temía a la oscuridad? No sabía si era para él un miedo racional o el dejo que una pretérita raza le había heredado, el primitivo instinto de la supervivencia. Lo único que sabía era que aún necesitaba un sendero de luz para transitar su propia morada y andar con la vista al frente evitando de reojo observar la negrura apenas ahuyentada. Porque en la oscuridad se oculta, todos lo saben. ¿Pero qué se oculta?
No obstante, la oscuridad siempre terminaba por ceder ante la luz, ante el poder del astro incorrupto que poderoso se alza para desvanecer el cobarde escondrijo. Y embebido por su magnificencia nuevamente se sentía seguro, convencido de la infantil naturaleza de sus temores. Nada hay que aceche entre las tinieblas; y si lo hay ¡dejadlo venir! ¿Acaso no soy hombre digno y capaz de enfrentar con bravura al enemigo amenazante? Y de este modo, con ensalzadas palabras, convencía a su alma de ser formidable.
Mas la noche había vuelto, y ahora le era imposible invocar las elocuentes palabras para aquietar la volátil imaginación. Su apesadumbrado corazón era azotado con la sospecha de impías criaturas de imprecisas formas y nefastas intenciones. Una vez más, se encontraba sugestionado por una fuerza mayor a su intelecto, el cual, importante es mencionar, era considerable.
¿Cuánto duraría su sufrimiento esta vez? Maldecía ahora su naturaleza solitaria que le había impedido formalizar una relación afectiva, que sin duda habría dado lugar a una familia, finalidad de todo hombre y refugio sin par. Mas él había elegido cortejar a la dama del saber, cuyo toque embruja. Estaba solo, noche a noche. ¿Pedir ayuda? Indigno de un hombre de su estatus tener que admitir tan risible defecto. ¿Temer a la nada? Ridículo absoluto. Y eso si es digno de temer y repeler con el mayor ahínco.
Abrumado, un razonamiento salvador acudió por obra de la providencia. Cayó en cuenta de que cada vez era igual, siempre una sospecha paranoica desenmascarada por su carente fundamento. A fuerza de reconocer la rutina, el temor menguaba. Esta noche sería igual, sin duda. Y de este modo, con recompuesto porte, se dirigió a sus habitaciones a reclamar el descanso de quien lo amerita.
Se encontraba a escasos metros ya de su anhelado lecho, cuando un movimiento furtivo, casi imperceptible, le congeló el paso; una forma de elusiva definición se había deslizado vertiginosamente desde el ventanal hacia el pasillo transversal. Impactado por el súbito avistamiento, había quedado inerme, mas su corazón golpeaba atronadoramente contra el pecho, con fuerza tal que hacía mover el camisón de seda. Con desorbitados ojos miró hacia el pasillo, conducto al magnífico estudio donde tenía lugar su labor académica. Observó durante segundos que igualmente podrían haber sido siglos, mientras la piel se mantenía erizada y la saliva le recorría la garganta en tracto lentísimo. ¿Había sido una ilusión proyectada nuevamente por esa ominosa paranoia? O quizá se trataba de algo más tangible, como un pequeño animal de paso furtivo que se había colado escapando a la intemperie. Este pensamiento le obligó a hacer acopio de valor, encaminándose hacia el aludido recinto de trabajo. Avanzaba con pasos lentos y postura rígida, como si un instinto le pidiera evitar una nueva provocación, hasta que finalmente llegó a posarse ante la elegante puerta rústica. Quietud y silencio eran dominadores absolutos. Titubeante, miró la chapa dorada que remataba el acceso y un instante después movió el brazo para asirla; sin embargo, a centésimas de alcanzarla, la puerta se entreabrió una pulgada por sí sola, en terrorífico movimiento acompañado del más sutil y lúgubre rechinido.
Súbitamente rememoró un aciago vaticinio, pronunciado días atrás por un colega escolástico. Se trataba de un absurdo rito diseñado para conjurar una presencia sobrenatural; tal mito inverosímil, a todos los interlocutores les había parecido un tosco intento de comedia, al grado de ser llevado a práctica. ¿Lo había hecho él? ahora, al amparo de la noche siniestra, este recuerdo invadía su mente.
La puerta lo invitaba a entrar y el silencio estaba cargado con un aire antinatural. Definitivamente había algo más en el ambiente; tenía la sensación de ser observado. “No entres…” una advertencia a sí mismo. “Retrocede…” consejo prudente. Aunque su cuerpo seguía rígido por el miedo, pudo dar un paso atrás. Después otro. Pero antes de poder dar el tercero sintió algo en la parte posterior de su cuello. ¿Era viento? No. Era un vaho. Tibio. Vivo.
Alguien estaba parado detrás de él. El miedo había sido reemplazado por una certeza fatal.
Por José Steven
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