La felicidad del filósofo: ocio y holgazanería

Publicado por Vorágine en

Ilustrar la vida filosófica

Seguramente has escuchado de las personas ciertos comentarios según los cuales la filosofía es considerada como un saber inútil, estéril e improductivo. Apuesto que también te ha tocado ser parte de una situación tal en la que se pone en ridículo a una persona por el simple hecho de ponerse a meditar, a reflexionar, a pensar o a contemplar el horizonte al ponerse el sol.

Andar detrás de las manecillas de un reloj…

En esta sociedad y en este tiempo en el que los seres humanos andan detrás de las manecillas de un reloj, siempre en apuros, preocupados ya desde que saludan al sol de un nuevo día, un individuo reflexivo resulta ser a los ojos ajenos un tanto desesperante por el simple hecho de “no hacer nada”. En nuestra sociedad de la hiperproducción una persona que se detiene a pensar, a reflexionar, a meditar sobre sus actos, resulta ser para la mayoría de la gente todo menos un ser humano, cuando la realidad es totalmente distinta.

En nuestro tiempo resulta mejor hacer algo en lugar de nada, aun cuando ese hacer sea algo insignificante y totalmente absurdo. Al no ser dueños de su tiempo, de su vida y de su alegría, los seres humanos pasan la vida en plena inconsciencia; creen obrar bien porque de alguna manera renuevan la costumbre y hábitos adquiridos; creen que su vida está justificada por resultar útil para los proyectos de alguien más.

Un individuo así es respetado y valorado siempre por otro, por alguien ajeno, por una institución o por una empresa, mas nunca por sí y desde sí mismo. Desde esta perspectiva podríamos decir que el individuo es valorado según su utilidad, es decir, según los beneficios que pueda reportar a alguien ajeno a él en función de su productividad. En este sentido, el individuo resulta ser un medio, no un fin.

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La filosofía no sirve para nada… ¡por suerte!

En contraposición a este tipo de ser activo e hiperproductivo, suele oponérsele aquél que filosofa considerándole a éste como un ser entregado a la teoría, a la especulación y a la abstracción como si con ello se pretendiera hacer una evidente comparación mediante la cual se aprobaría la existencia de uno según sus beneficios, y se reprobaría la existencia del otro según el mismo criterio con el cual se valora la vida del ser humano productivo. De este modo, al ver los objetos que produce uno y al constatar la improductividad material del otro, la mayoría recarga sus tintas en contra de las personas que hacen de la filosofía un estilo de vida.

La filosofía, pues, no sirve para nada, así habla el común de la gente. Y claro, no sirve para los fines que esta sociedad tiene como valiosos: la filosofía no puede fabricar coches, dispositivos móviles, casas lujosas, centros comerciales, centros nocturnos, burdeles, etcétera. En fin, la filosofía no puede producir todo aquello con lo que el género humano en el presente celebra y derrocha la vida, el tiempo y la salud, pero lo que sí puede hacer es educar el alma de los seres humanos, cuidar del elemento más esencial en ellos, cultivar su mente y supervisar que sus actos estén guiados por la razón. La filosofía, pues, tiene un carácter práctico: conformar la vida del ser humano según el entendimiento.

El intelecto nos hace humanos.

No hacer nada es un hacer

Es Aristóteles, discípulo de Platón y alumno de la Academia por más de 20 años, quien acoge esta tarea y para ello describe la vida del filósofo como aquella existencia consagrada al pensamiento, al espíritu, al intelecto y a la teoría.

Si para su maestro Platón el carácter práctico de la filosofía residía en su tendencia a ocuparse de los asuntos políticos de la ciudad, para Aristóteles la filosofía adquiere ese carácter por sí misma, es decir, en la entrega total al estudio, la observación y la reflexión: la teoría, según su punto de vista, es también una actividad práctica. La felicidad del individuo que filosofa se distingue de la de la persona activa por cuanto que en ella se experimenta placer y dicha en la vida según el entendimiento.

Al no tener relación alguna con la felicidad del ser humano activo, la felicidad del que filosofa reside en hacer de su existencia una forma de vida independiente, sustraída a los impedimentos y obstáculos que comporta la vida activa. Cuanto más sabio más independiente, pues para poder ser filósofa o filósofo no necesita otra cosa más que lo que posee ya: su intelecto.

Al ser la parte más esencial en el ser humano, el intelecto también es su atributo más divino, por lo que una vida teorética, una vida según el espíritu, es una vida sobrehumana que trasciende la condición de un yo individual elevándose a la condición de un yo universal y superior, de tal manera que, como apunta Hadot, aquello que trasciende al ser humano constituye su verdadera personalidad, como si su esencia consistiera en estar por encima de sí mismo: la persona no viviría de esta manera en cuanto ser humano, sino en cuanto que hay algo divino en ella.

Ya lo dijo el buen Aristóteles.

La felicidad del filósofo: ocio y holgazanería

El estilo de vida filosófico que propone Aristóteles es una vida entregada al entendimiento, cuyo objetivo es el saber por el saber mismo. Semejante estilo de vida implica también un desapego radical de los objetos que brindan placer a las personas activas y encontrar la felicidad en las actividades del espíritu: en la observación, la investigación y la reflexión desinteresadas.

Esta actividad espiritual de la vida teorética estaría encaminada al conocimiento de los dos campos de la realidad: la contemplación de las sustancias eternas (los astros y las esferas celestes) y de las sustancias perecederas (todas aquellas que están a nuestro alcance). Es posible, entonces, agregar que en semejante tipo de vida filosófica existe un amor, una inclinación o una atracción por la naturaleza y los objetos que en ella existen, sean estos maravillosos o modestos, pues para la persona filósofa, dice Hadot, todo ser es bello porque sabe situarlo en la perspectiva del plan de la naturaleza.

La vida filosófica dispuesta al espíritu manifiesto, pues, una aprobación total de la realidad en su ánimo por conocer, en su completitud, las cosas habidas en la tierra y en el universo. En ello reside la alegría y la felicidad del ser filosófico: en la satisfacción vía el conocimiento. Se trata, por tanto, de un placer pura y estrictamente intelectual.

 

Bibliografía recomendada: Pierre Hadot, Qué es la filosofía Antigua, Fondo de cultura económica, México, 1998.

Por Juan Carlos Salomé.


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